El árbol
- Max Santaella
- 2 nov 2017
- 8 Min. de lectura

Para él había sido una ganga, pues que supiera, la casa había tenido un solo dueño, que hacía mucho tiempo se había ido -un eufemismo de la agencia de bienes raíces para decir que había desaparecido-. Cualquier cantidad por debajo de la de trescientos mil sería ya una ganancia, ¿no creen? Así fue como terminó por comprar la hermosa casa blanca al lado de la carretera 86.
Habían dejado también abandonados un pequeño tractor, carretillas, una bicicleta y viejas herramientas en una bodega donde también se guardaba la madera. Era obvio que la propiedad era un viejo plantío, o algo así, pues el terreno era muy pequeño como para sembrar y la casa era bastante grande; junto a ella, muy cerca de la ventana de la recámara se erguía un frondoso árbol de ramas gruesas y largas; una de ellas, de cuyo extremo nacía un fruto seco -el único fruto de ese desdichado árbol-, quedaba pegada al vidrio de la ventana...
Ese maldito chirrido lo enloquecía por las noches, cuando el vendaval llegaba a las oscuras colinas del cerro. Durante el día era cálida, y ofrecía una tenue y armoniosa sombra sobre su habitación, perfecta para leer; pero al anochecer, su ruido era casi insoportable, enloquecedor, y se oía por toda la casa. Después de adquirir la morada, aquella rama del árbol parecía la razón de tal ganga, pues su solo ruido convertía a la barata propiedad en un robo muy costoso.
Incluso cuando no había mucho viento, ese indolente rechinido lo atormentaba, crujiendo cual tiza húmeda sobre pizarra, como un arco sin resina raspando las cuerdas de un violín, cual piedra sobre cristal. Tan irritante sonido no podía ser menos molesto que un nido de avispas pegado al oído. Sin embargo, y después de todo, no era tanto el ruido lo que lo angustiaba, más bien eran los sueños intranquilos que lo acompañaban:
Ciertos días, en el mejor de los casos, soñaba con raíces saliendo de su cama, destrozando el techo y alzándolo hasta el cielo como en aquel cuento de las habichuelas mágicas; después, caía de su cama al vacío y se destrozaba contra la copa del árbol; otras veces, mucho menos agradables, soñaba con sombras en su cuarto: la luz de la luna arrojaba a través de las ramas del árbol unas garras proyectadas que se desprendían del suelo, cobrando volumen y forma, y rasgaban la madera del piso para dejar salir gusanos enormes.
Era entonces cuando despertaba de golpe, y mirando hacia la ventana se encontraba esa rama, con ese fruto seco rascando el vidrio. Le parecía ver en aquél una fugaz mirada observándolo, augurándole maliciosamente una larga y muy pesada noche.
Ya la había cortado después de la primera noche, pero esa misma rama con el mismo fruto había vuelto a crecer, de alguna manera, justo en la misma posición, altura y longitud, como si nunca la hubiese cortado; y siempre era la misma historia: este fruto seco tañía sobre la ventana con tan estridente tono, como llorando, lamentándose y gimiendo a través del vidrio, advirtiéndole sobre pesadillas futuras.
<<Vaya mierda>>, pensó, mientras se compadecía del antiguo dueño de la casa, a la vez que intentaba bromear consigo mismo diciendo <<ya sé por qué abandonaste la casa, amigo>>. A pesar de que decía cosas así todo el tiempo, en realidad las decía para evitar pensar en la verdadera razón de la desaparición del dueño anterior, porque la verdad le atemorizaba pensar en ello. En el campo no hay mucha gente que te ayude cuando hay problemas y menos cerca de una casa con tal reputación; quizás, ese rechinido constante se lo recordaba, y por eso lo odiaba.
Algunas veces tenía que irse a dormir a la cocina, donde el ruido no hallaba mayor resonancia; otras, en la desesperación, y arriesgándose a morir ahogado durante el sueño -para él, era mejor ahogarse que volverse loco-, llenaba la tina del baño y se acurrucaba en ella, inundado en agua caliente; entonces, sumergía su cabeza a la mitad, dejando por fuera su rostro para poder respirar; ahí, sumergido en el arrullador silencio del agua, era cuando podía por fin descansar.
Sin embargo, esta práctica -la única forma en que podía dormir hasta entonces- terminó cuando una noche las pesadillas volvieron, esta vez, más fuertes y reales que nunca. Los sueños se tornaron reales por un segundo: las garras esta vez lo flagelaban a él, arando profundamente su cuerpo, hecho de corteza, hasta desprenderle jirones y jirones de piel ensangrentada, y el árbol riéndose como loco y con una voz de ultratumba, chillante y profunda; despertó jadeando y gritando desesperado, tan asustado y alterado que se orinó en la tina, y la orina y el agua se mezclaron con la sangre que le brotó a gotas por la nariz. Le llevó varios minutos calmarse y darse cuenta que seguía entero (gritó durante todo ese tiempo).
El dolor se había sentido más real que cualquier otra herida en su vida, y le había continuado aun a pocos segundos después de despertar. Él sabía que ahí, en algún punto de su sueño interrumpido, seguía pasando algo, algo malo, muy dentro de su mente, y se esforzó por no recordar cada detalle de lo que recién había visto con tanta nitidez, no quería terminarlo, no quería recordarlo, porque sabía que si volvía al sueño, aquel monstruo de madera volvería a estrujarlo, despellejarlo, arrancándole la carne del hueso; así que no lo hizo.
Salió de la tina y se quedó meciéndose al borde de ésta, con una toalla sobre su espalda. Pasó el resto de la noche despierto, llorando; por primera vez en muchos años se sentía como un niño, cobarde, temeroso hasta de su sombra, y el gemido largo y lóbrego de la ventana, materializándose en el aire, deslizándose sobre su piel, erizándola. El temor se revolvió con odio en sus entrañas y aguardó al alba. Los primeros rayos del sol iluminaban la casa; la única sombra que llegaba a la fachada era la de ese árbol. Entonces entró a su habitación, desnudo como estaba y sólo buscó un pantalón y sus botas. Si la rama crecía de nuevo, entonces el árbol era el que debía desaparecer.
Se puso los vaqueros y se colocó las botas sin atar las agujetas. Salió al patio trasero y tomó la bicicleta y un hacha vieja de la bodega para leña: improvisó un afilador con la bicicleta y le sacó filo a la ya embotada hacha, que al poco rato recobró brillo y juventud. Sin pensarlo dos veces y sin mucha técnica profesional, comenzó a cortar el árbol. Sus desesperados golpes caían con furia incesante sobre la corteza, luego sobre el tronco y de nuevo sobre la corteza -no tenía puntería, y la locura estorbaba su precisión-; finalmente le hizo, tajo tras tajo, un gran surco al cual era difícil fallar. El árbol empezó a sangrar savia y parecía que se quejaba con alaridos silenciosos de sus hojas, que se estremecían con cada golpe del canto del hacha.

Continuó así, sin descansar, por horas; el vendaval empezó a soplar con fuerza, bufando tenebrosamente, y el árbol seguía quejándose de dolor; el hacha ya estaba embadurnada de savia seca, y una vez más ya no cortaba; además, él ya había perdido fuerzas... pero no voluntad. Por suerte, había cortado lo suficientemente profundo como para debilitar el tronco.
No tardó en ir a la bodega y traer consigo la cadena con que la cerraba: encadenó el árbol al viejo tractor, que, también por suerte, sólo estaba un poco oxidado y encendió de inmediato al contacto con la llave. El motor exhaló humo por el esfuerzo que tuvo que realizar en el primer jalón; el tronco no se movió, pero las hojas empezaron a caer como navajas sobre el hombre enloquecido, quien habría jurado que el árbol lo maldecía con susurros mientras su aliado, el viento, le soplaba el humo del tractor en la cara, asfixiándolo. Apagó el motor, tosió para sacar el smog de sus pulmones y bajó del tractor. Sus gritos de ira sólo los opacó el rugido del tronco que se balanceaba amenazador sobre él. Se acercó, subió la cadena más cerca de las ramas para ejercer mayor fuerza y se apartó. Encendió de nuevo el motor.
Continuó así varios minutos más hasta que el tronco se partió pronunciado un sonido seco. Colocó la palanca de tracción al máximo y aceleró. Vio por el vibrante retrovisor cómo el árbol se venía abajo; estuvo a punto de aplastarlo; justo en ese momento, el tractor se descompuso y empezó a lanzar bocanadas de humo negro. El cielo nocturno se tiñó de esa tinta y el viento paró de soplar, despidiendo a su amigo caído. Las manos le temblaban y los ojos le lloraron hinchados en venas rojas, el sudor le recorrió la mejilla y la garganta se le secó. Quiso gritar y saltar de alegría; sólo consiguió caer de rodillas y sonreír con la boca entreabierta. Su enemigo había sido derrotado, esta noche dormiría tranquilo...
Estaba tan feliz que no se preocupó por el tractor hasta que ya estaba listo para acostarse. No importaba, en la mañana lo mandaría reparar y utilizaría la leña de los restos del árbol para todo el año. Con estos pensamientos relajantes se fue a acurrucar en su cama, caliente, suave, exhausto... <<a soñar por fin, no más pesadillas>> pensó. Y tenía razón, ya no tendría ninguna pesadilla más.
* * *
Era ya de madrugada y todo estaba en silencio, el sueño era dulce y fantástico; encogió las piernas y estrujó los dedos de los pies para sentir las sábanas tibias y suaves; se despertó un segundo para limpiarse la baba que le escurría de la comisura del labio y que estaba empapando la almohada; al pasarse la manga de la piyama por la boca, ésta rechinó como hule. Se rascó la oreja. Frunció el ceño cuando abrió un ojo y miró hacia la puerta de su cuarto, sobre la cual se proyectaban garras sombrías y retorcidas... <<Maldito árbol, mañana lo cortaré de nuevo...>> Abrió los ojos de par en par y se le heló la sangre cuando repitió lo anterior en la cabeza <<¡¿De nuevo?!>>
Ramas gruesas y oscuras atravesaron la ventana violentamente, alargándose como tentáculos para atraparlo. Saltó de la cama y trató de correr hacia la puerta, pero estaba bloqueada por raíces que le habían crecido a la jamba; se trató de meter al clóset, pero fue la misma historia. Por desgracia, estaba en lo cierto; no tendría más pesadillas... sólo... realidad.
La enorme garra-rama lo alcanzó y lo estranguló hasta dejarlo débil, para después arrastrarlo por el suelo lleno de vidrios rotos, de los cuales logró agarrar uno grande con el que hirió a la garra que lo tenía por el cuello, dándole tiempo para dar media vuelta y tratar de correr al baño de la habitación; sin embargo, la rama lo tumbó y cayó de bruces sobre los vidrios. Dos ramas hijas salieron de la primera y se clavaron en las pantorrillas del hombre, quien gritó de una forma horrorosa, tan aguda, peor que como chillan los cerdos, peor que un gato al que le pisan la cola, un grito indescriptible.
La garra-rama lo arrastró hasta el patio y lo tiró sobre el pasto; él, seguía luchando desesperadamente para alcanzar el hacha que yacía frente a él, pero la garra tiró de sus piernas sangrantes, más y más cerca del tronco del árbol, que de nuevo se erguía junto a la ventana como si nunca hubiese sido tumbado. De pronto, de la tierra al rededor del tronco salieron gigantescas raíces que asimilaron las patas de una araña. Envuelto el pobre hombre en aquéllas, la tierra fue cerrándose sobre él, enterrándolo, junto con sus gritos, en montículos y montículos de oscuridad...
* * *
Meses después, nuevos dueños llegaron al lugar: todo era hermoso en aquella casa blanca: los pájaros revoloteando por allí, el pasto meciéndose con el viento por allá, las hojas cayendo por acullá... y ese precioso árbol justo afuera de la casa, junto a la ventana de la habitación principal; y su rama alargando dos bellos frutos secos que, mecidos por el viento, lloraban al contacto con el vidrio de la ventana... los únicos dos frutos de aquel desdichado árbol...
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